LA SANTA SEDE EN LA BIENAL DE ARQUITECTURA DE VENECIA 2018

El Cardenal Ravasi en ocasión de la Conferencia de Prensa

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flores @ Flores & Prats

    Por primera vez la Santa Sede – que representa a la Iglesia católica en su universalidad – entra en el espacio de la Bienal de Arquitectura de Venecia. Y lo hace fondeando en una fascinante isla de la Laguna, la de San Giorgio, e ingresando en el oasis de un bosque, no mediante representaciones gráficas o maquetas, sino con una auténtica secuencia de capillas. En el culto cristiano éstas son propiamente templos, aunque en menor proporción respecto a las catedrales, a las basílicas y a las iglesias. En ellas se alojan dos componentes fundamentales de la liturgia: el ambón (o púlpito) y el altar, o sea, las expresiones de la sacra Palabra proclamada y de la Cena eucarística celebrada por la asamblea de creyentes.

    El número de capillas es también simbólico porque expresa casi un decálogo de presencias incrustadas en ese espacio: son semejantes a voces hechas arquitectura que resuenan con su armonía espiritual en la trama de la vida cotidiana. Por ello, la visita a las diez Vatican Chapels es una especie de peregrinación no sólo religiosa, sino incluso laica, efectuada por todos los que desean redescubrir la belleza, el silencio, la voz interior y trascendente, la fraternidad humana del estar juntos en la asamblea de un pueblo, sin dejar de considerar la soledad de un bosque donde se puede recibir el estremecimiento de la naturaleza que es como un templo cósmico. Como precursor de este desfile se presenta un símbolo, un emblema: “la Capilla en el bosque” del arquitecto sueco Gunnar Asplund que, a través de sus proyectos en dibujo, a distancia de casi un siglo (1920), y desde una región diversa, demanda a la constante búsqueda de la humanidad en relación con lo sagrado dentro del horizonte espacial de la naturaleza en que se vive.

    Precisamente para representar esta “encarnación” del templo en la historia, así como el diálogo con la pluralidad de las culturas y de las sociedades, y para confirmar la “catolicidad”, es decir la universalidad de la Iglesia, llegan a la isla de San Giorgio arquitectos con proveniencia de lugares y estilos diversos: desde la cercana Europa, con su configuración históricamente variada, al lejano Japón, dotado de raíces religiosas originales; desde la vivaz espiritualidad latinoamericana a la aparentemente más secularizada de la Unión Americana y a la remota Australia que en realidad refleja la común contemporaneidad.

    Existe ya un antecedente a este ingreso de la Santa Sede en la Bienal de Venecia. Tanto en 2013 como en 2015 la Santa Sede había participado con su pabellón en entrambas ediciones de la Bienal de Arte proponiendo un mensaje “primordial” acorde con el célebre “En el principio” de las Sagradas Escrituras hebreo-cristianas. En la primera edición los artistas retomaron entre sus manos – como se hizo durante siglos – el libro del Génesis y su íncipit, que es además el inicio del ser y del existir: “Al principio creó Dios el cielo y la tierra…”. Creación del universo y de la humanidad, de-creación (diluvio y Babel) y re-creación con el inicio de la historia de la redención con Abraham, volvían a ser un sujeto temático para el arte contemporáneo. En la segunda presencia en la Bienal de Arte fue el ideal incipit del Nuevo Testamento, en cambio, el que propuso otro inicio absoluto que desde la eternidad divina descendía y se entrecruzaba con la carnalidad humana histórica y contingente: “En el principio existía el Verbo… y el Verbo se hizo carne” como se lee en el famoso himno que funge como prólogo del Evangelio de Juan.

    La elección era clara y explícita y llevaba a cabo una inversión respecto al pasado reciente. A partir del siglo pasado se había realizado, en efecto, un lacerante divorcio entre arte y fe. Ambos, en realidad, habían sido largo tiempo hermanos, a tal punto que Marc Chagall no titubeó en decir que “por siglos los pintores había mojado su pincel en ese alfabeto de colores que era la Biblia”, el “gran código” de la cultura occidental, como la definía otro artista, William Blake. Ahora, en cambio, sus caminos se habían abierto de par en par.

    Por un lado, el arte había abandonado el templo, el artista había olvidado la Biblia sobre el estante polvoriento del pasado, pues se había iniciado en la larga vía “laica” y secular de la modernidad, evitando frecuentemente recurrir a figuras, símbolos, narraciones, palabras sacras. Más aún, el artista, con no poca frecuencia, consideró el mensaje bíblico como un cabestro ideológico y se dedicó a los ejercicios estilísticos cada vez más elaborados y autorreferenciales, incluso a veces a provocaciones irreverentes. El arte se confió a una crítica esotérica incomprensible y se esclavizó a las modas y a las exigencias de un mercado a menudo artificial y hasta excesivo.

    Por otro lado, la teología se centró casi exclusivamente en la especulación sistemática que cree no necesitar de signos o metáforas; relegó, por su parte, en el depósito del pasado el gran repertorio simbólico cristiano. En el ámbito eclesial se recurrió predominantemente a repetir módulos, estilos y géneros de épocas precedentes, o se orientó hacia la adopción del más simple trabajo artesanal o, peor aún, se adaptó a la fealdad que se desfoga en los nuevos suburbios urbanos y en la construcción agresiva, levantando modestas edificaciones sacras, privas de espiritualidad, de belleza y del diálogo con los nuevos lenguajes artísticos y arquitectónicos que mientras tanto se estaban elaborando.

    Justamente ante esta situación renació el deseo de un nuevo encuentro entre arte y fe, dos mundos que en los siglos anteriores casi se sobreponían y que ahora, en cambio, se consideran recíprocamente extraños. Se trata de un camino ciertamente arduo y complejo que se nutre todavía de mutuas sospechas e incertidumbres, incluso de temores por eventuales degeneraciones. Es un diálogo que en arquitectura ya registró etapas significativas y que, a nivel general, comenzó a mediados del siglo pasado no sólo mediante la obra de teólogos y de pastores eclesiales sensibles, sino también en la voz del mismo magisterio oficial de la Iglesia, comenzando con Pablo VI en su encuentro con los artistas en la Capilla Sixtina en 1964, continuando con la Carta que les dirigió en 1999 san Juan Pablo II y el encuentro con Benedicto XVI también en la Capilla Sixtina en 2009.

    Esta primera participación de la Iglesia católica en la Bienal de Arquitectura de Venecia ocurre durante el pontificado del Papa Francisco. En la exhortación apostólica Evangelii gaudium – que fue una especie de manifiesto programático en los comienzos de su ministerio petrino (24 noviembre 2013) – quiso renovar una trayectoria clásica en el cristianismo, la llamada via pulchritudinis, o sea la belleza como camino religioso, apoyándose en san Agustín según el cual “no amamos sino lo que es bello” (De Musica VI, 13, 38). Concretamente, el Papa exalta “el uso de las artes en su tarea evangelizadora, en continuidad con la riqueza del pasado, pero también en la vastedad de sus múltiples expresiones actuales, en orden a transmitir la fe en un nuevo lenguaje parabólico”.

    Es significativo que los Estatutos de arte de los artistas sieneses del siglo XIV se abrían con esta declaración: “Somos quienes manifestamos a los hombres que no saben lectura las cosas milagrosas realizadas por virtud de la fe”. Ya san Juan Damasceno, el gran defensor del arte cristiano en el s. VIII contra la iconoclasia sostenida por el emperador y por amplios sectores de la Iglesia de entonces, había sugerido: “Si un pagano viene y te dice: ‘Muéstrame tu fe’, tú llévalo a la iglesia y muéstrale la decoración que la adorna y explícale la serie de cuadros sacros”.

    El Papa Francisco concluye: “Hay que atreverse a encontrar los nuevos signos, los nuevos símbolos, una nueva carne para la transmisión de la Palabra, las formas diversas de belleza que se valoran en diferentes ámbitos culturales, e incluso aquellos modos no convencionales de belleza, que pueden ser poco significativos para los evangelizadores, pero que se han vuelto particularmente atractivos para otros” (n. 167).

Gianfranco Cardenal Ravasi