La Mirada de la Fe en el Cine
La mirada del Cardenal Ravasi
Era el año 1895 y por primera vez los hermanos Louis-Jean y Auguste Lumière hacían correr algunas imágenes en movimiento dando origen a lo que sería pomposamente llamado “el séptimo arte”, la cinematografía. Pocos saben, sin embargo, que algunos meses después, el 26 de febrero de 1896, un trabajador llamado Vittorio Calcina, a nombre de los hermanos Lumière había obtenido el permiso de cruzar los umbrales del Palacio Apostólico con su instrumental para filmar al Papa León XIII mientras daba su bendición. Poco tiempo después, un colaborador de Edison pudo filmar al mismo anciano Pontífice mientras paseaba por los jardines vaticanos, a beneficio de los fieles americanos deseosos de ver al Papa “en persona”. Más aún: en 1897, sobre la cándida tela que entonces fungía como pantalla pasaba la primera transcripción en imágenes móviles de La passion du Christ de Albert K. Léar, una experiencia que en el 1900 repetirá un director más conocido, Georges Méliès, con el film cristológico Le Christ marchant sur les eaux, al que añadirá una Jeanne d’Arc.
A partir de aquellos momentos iniciales se desarrollará un itinerario que atravesará todo el siglo XX y todas las naciones del mundo, y llegará a las incesantes producciones cinematográficas, a las variaciones de género introducidas por la televisión, a las simas abismales en el nadir de la perversión de la violencia y de la pornografía, pero también al cénit de obras maestras de humanidad y espiritualidad, a la exaltación de los “péplums”, los “Kolosales”, hasta las inéditas creaciones digitales actuales, a la avalancha de la retórica de ciertas películas “bíblicas” y hagiográficas, a la incesante multiplicación de festivales y demás cosas.
No es posible, ni es tampoco nuestra tarea ahora, reconstruir esta historia, ni aun siquiera limitándonos estrictamente a la filmografía que abrazas la fe. Nos contentaremos, por ello, con presentar una trilogía esquemática, semejante a un tríptico móvil y de corte impresionista. En la primera escena trazaremos un sucinto esbozo teórico y teológico; en el segundo cuadro haremos subir al escenario, en una especie de galería de retratos mínimos, a algunos protagonistas – incluso inesperados – de la dialéctica entre el cine y la fe. Por último, abordaremos algunos planteamientos pastorales, no muy numerosos, pero sí significativos, ofrecidos por el Magisterio oficial, mientras la Iglesia se iba implicando de lleno en la triunfal afirmación del “séptimo arte”.
Para una teología del cine
La matriz del cine se dirige sustancialmente a dos categorías fundamentales, que lo son también para la teología: la imagen y la palabra, vistas en su dinamicidad y eficacia. A la justa reticencia anicónica del Decálogo, que prohíbe toda representación de “lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra ni de lo que hay en las aguas debajo tierra” (Éxodo, 20,4), para librar al Dios persona de toda forma objetual de idolatría, sucede un cambio radical en el Nuevo Testamento. En las Escrituras cristianas y en la Tradición, la pregunta de fondo sobre la representación de lo sagrado se resuelve pronto en sentido favorable, no sólo porque el lenguaje teológico es por naturaleza simbólico y analógico –como por otra parte ya había intuido el libro de la Sabiduría, convencido de que “de la grandeza y hermosura de las criaturas, se llega, por analogía [analogos], a contemplar a su Autor” (13,5) –, sino también porque el cristianismo tiene en su corazón la Encarnación, que ve en el rostro humano de Jesús de Nazaret una eikôn, un icono, una imagen del Dios invisible, como escribió san Pablo a los Colosenses (1,15).
En esta línea se ilumina también la opción icónica de la Iglesia, que se opondrá con fuerza a la iconoclastia en el Segundo Concilio de Nicea (787), generando y sosteniendo ese extraordinario patrimonio artístico que tendrá su punto de llegada necesario también en la misma cinematografía. No es secundario, pues, el hecho de que ambos lenguajes, el fílmico y el religioso, sean por naturaleza performativos. Aun con todas las distancias y diferencias del caso, la “sacramentalidad” del acto litúrgico tiene una analogía en la eficacia de la “acción” cinematográfica, que busca “actuar” en el espectador lo que representa. En efecto, hay en las películas de auténtica calidad artística y espiritual algunas sugerencias irrevocables que, después de concluir el espectáculo, siguen viviendo en la interioridad y en la misma existencia del espectador.
El otro componente que entrelaza la fe y el cine es la palabra. Naturalmente no me refiero sólo al apoyo que el diálogo ofrece a la representación, sino al relato visivo. Se comprende, pues, que la Biblia se haya convertido en un “sujeto”, un “argumento”, apetecible para el cine, porque aquélla por naturaleza es “historia de la salvación” y, por tanto, narración. Es sugestivo un aforismo judío que afirma: “Dios ha creado a los hombres porque Él – bendito sea – ama los relatos”. Así, hay páginas bíblicas que parecen ya un argumento cinematográfico, como es el caso de las 35 principales parábolas de Jesús. Otros textos se presentan casi como un guión listo para el rodaje cinematográfico: pensemos, por ejemplo, en el célebre relato del adulterio de David y del asesinato de Urías presente en los cc. 11-12 del Segundo Libro de Samuel. A la luz de esto se han desarrollado algunas obras maestras como el Evangelio según Mateo de Pier Paolo Pasolini (1964), pero también una avalancha de péplums o colossales, con gran despliegue de medios financieros y técnicos, pero de modesta calidad religiosa.
Pensemos en La historia más grande jamás contada de George Stevens (1965), El Gran Pescador de Frank Borzage (1959), o Rey de reyes de Cecil DeMille (1927: remake de Nicholas Ray en 1961) quien, sin embargo, tuvo el mérito de haber dirigido un film más significativo, convertido en un “clásico” de la cinematografía bíblica, Los Diez Mandamientos (1956). No se reparaba en gastos ni en efectos, pero al final se obtenía una iconografía enfática y sólo exteriormente religiosa, incluso en algunos casos destinada a rozar el sadismo, como en la discutida Passion (2003) de Mel Gibson (¡90 minutos de tortura en 126 de película!). Tampoco se deben excluir las no raras provocaciones blasfemas que lograban su capacidad de escándalo precisamente por el uso impropio del texto sagrado (La última tentación de Cristo de Martin Scorsese de 1998, en realidad menos negativa de cuanto pareciese, se convirtió en un emblema).
Al cine también se le se puede aplicar, de alguna manera, la antigua quérelle que ha atormentado a críticos y teólogos respecto a la definición del arte sacro o del arte religioso (que no son necesariamente sinónimos). En realidad, habría que superar las clasificaciones demasiado rígidas, pues un film con un tema explícitamente religioso puede resultar espiritualmente insignificante y, al contrario, una película de tema y corte profano puede ser de altísima impronta religiosa. Los personajes que introduciremos en la segunda tabla de nuestro tríptico serán sólo una mínima y esencial ejemplificación de este aserto. En un plano más general debemos, por tanto, reconocer que un gran director verdaderamente que busca verdaderamente puede generar auténticas meditaciones teológicas y parábolas de intensa humanidad y espiritualidad.
En 1951 en sus Minima Moralia el filósofo Theodor W. Adorno anotaba esta desconsolada experiencia personal: “Después cada espectáculo cinematográfico me doy cuenta de que regreso, por más que esté atento, más estúpido y malvado”. No sabemos a qué películas asistió para obtener un resultado tan catastrófico. Ciertamente, millones de kilómetros de película y, hoy día, de imágenes digitales, pueden confirmar esta convicción; pero hay también un rico repertorio de películas de excepcional belleza, inteligencia, interioridad y trascendencia. Que el cine pudiera caer a menudo en la superficialidad vacía y fatua (también en materia religiosa) ya lo manifestaba en los mismos años de Adorno el poeta y crítico francés Antonin Artaud, el cual en La coquille et le clerygman (1928) declaraba: “La piel humana de las cosas, la dermis de la realidad, eso es con lo que juega antes que nada el cine”. Sin embargo, esta declaración pesimista no impidió a Artaud convertirse en actor con una magnífica actuación como el monje Massieu en esa joya cinematográfica –en modo alguno limitada a la epidermis de la realidad – que fue La Pasión de Juana de Arco de Carl Dreyer.
Una galería de directores: Dreyer, Bresson, Bergman, Tarkovsij, Buñuel
Y es precisamente con el director danés Carl Theodore Dreyer (1889-1968) con quien queremos abrir la pequeña galería de artistas que con sus películas se han adentrado por los senderos de altura de la fe y la búsqueda espiritual. “Es necesario llegar a dar al público verdaderamente la impresión de ver la vida a través del ojo de la cerradura de la pantalla… Yo no busco más que la vida. El director no cuenta, la vida es todo y ella es la que domina. Lo que importa no es el drama objetivo de las imágenes, sino el drama objetivo de las almas”. Así lo confesaba mientras dirigía esa obra maestra que es La pasión de Juana de Arco (1927), inolvidable por los primeros planos de la protagonista Reneé Falconetti, pero sobre todo por el contraste encendido entre el rígido fanatismo religioso del tribunal y la pureza deslumbrante de la fe de Juana. En esos fotogramas el silencio del film mudo se torna místico, también porque los movimientos de los labios y de los rostros eran epifanías del misterio del encuentro del fiel con lo divino.
Pero será muchos años después cuando, en nuestra opinión, Dreyer alcanzará la cumbre de su arte donde, sin embargo, la fe ya había tomado asiento. Nos referimos a Ordet (1954), término danés que indica el “Verbo”, la Palabra por excelencia, drama teológico que tiene su ápice en la resurrección final que un loco de Cristo, el estudiante de teología Johannes, realiza gracias a la fe de la niña que ha perdido a su madre. La angustia queda superada por medio de la confianza en Dios, como ya enseñaba su paisano, el filósofo Søren Kierkegaard. La incredulidad de los muchos queda disuelta por la inocencia, la licuara que atenaza a Johannes, que se considera Cristo, se transfigura en el riesgo supremo y extremo de la fe que realiza milagros y puede trasladar al mar una montaña o, incluso, hacer revivir un cadáver.
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Al mismo argumento del Proceso de Juana de Arco (1962) se dedicaría otra figura que queremos evocar, el francés Robert Bresson (1907-1999). Nosotros lo proponemos aquí, sin embargo, por su inolvidable Diario de un cura rural (1951), inspirado en la novela de George Bernanos, celebración del primado de la gracia divina en el terreno de la humanidad devastada por el mal físico y moral. El emblema de la novela y del film se halla en la frase final, semejante a una espada de luz: “¡Todo es gracia!”. La de Bresson no era una teodicea, sino una teofanía. “Il ne faut pas chercher, il faut attendre”, había confesado el director, convencido de que el cine era por naturaleza “inmenso” y podía, por tanto, acoger en su regazo incluso el ingreso de Dios. Aguardar, por lo tanto, la epifanía; o, si se quiere – invirtiendo la tradicional pareja verbal – primero encontrar y después buscar.
Por esto – dirá aún – “poner en escena” es un “poner en orden” la realidad dándole el sentido trascendente que custodia en su interior, aun cuando no sea más que un modesto asno, cuya existencia y cuya parábola devienen implícitamente cristológicas, elevándose hasta un verdadero y propio Calvario (paralelo al de la joven en Mouchette de 1967): estamos hablando de Au hasard Balthazar (1966), un film-metáfora de una belleza desgarradora y esencial porque, como afirmaba Bresson, “se crea no añadiendo, sino quitando”. Y continúa: “Lo que es bello en un film, lo yo que busco es un camino hacia lo desconocido. En un film se necesita experimentar el descubrimiento del hombre, una revelación profunda del misterio… Es la interioridad quien dicta, y esto podrá parecer paradójico en un arte que parece todo exterioridad”. El último sueño frustrado de Bresson fue el de dirigir un film sobre el Génesis, donde habría sido la mirada del hombre, capaz de infinito, quien captara el misterio de la creación y del bien y del mal.
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Queremos dejar ahora un amplio espacio a una tercera figura, altísima y paradójica, un director, un teólogo ateo, hijo del capellán de la corte de Suecia, Ingmar Bergman (1918-1977). Comenzaremos con la escena de apertura de su película que todos conocemos, El séptimo sello (1956). Antonio Block, el Caballero, de rodillas, con los ojos cerrados y el ceño fruncido, reza, mientras el sol del alba se asoma sobre un mar brumoso. En lo alto un ave marina esparce vuelos lentos y lanza un grito inquietante. De repente, aparece una figura vestida de negro, con el rostro demudado por una impresionante palidez. “¿Quién eres?”, – le pregunta el caballero. “Soy la muerte… y desde hace mucho camino a tu lado”, responde la persona misteriosa.
Es una escena y son palabras que han quedado fijas en la memoria de muchos espectadores que han asistido a la partida de ajedrez con la que el caballero desilusionado, de regreso de las cruzadas, buscará desafiar a la Muerte, y que le abrirá un horizonte lleno de presencias: el escudero semejante al Falstaff verdiano, el actor, el herrero, el bribón, la niña bruja y la alegre pareja de saltimbanquis con su niño, encarnación del amor que vence la Muerte. Es, pues, la historia humana en el multiforme espectro de sus gélidas y cálidas iridiscencias quien se somete a juicio, dentro de aquel “silencio de una media hora” que irrumpe cuando se abre el séptimo sello de Apocalipsis, el libro fundamental de la inspiración de este film.
Fue esta película la gran revelación para muchos, creyentes y agnósticos, y la primera lección de un director revestido, en efecto, de teólogo agnóstico. Su enseñanza en imágenes seguirá encaramándose aún por los senderos de altura de las preguntas últimas, ante las cuales, la filosofía únicamente balbucea y la misma literatura apenas puede avanzar. El pensamiento corre de inmediato al inolvidable Fresas salvajes (1957), un verdadero y propio itinerarium mentis hacia Dios y al hombre, al sentido de la vida y de la muerte, del saber y del ignorar, del amor y de la soledad. Ininterrumpidamente, casi en una suerte de cuerpo a cuerpo, Bergman ha luchado con las verdades extremas que la superficialidad de nuestros días trata de narcotizar.
Y lo hacía de película en película, a veces dejándose sorprender por las teofanías de luz, otras veces, con más frecuente, precipitando en una desalentadora derrota, porque el Más allá y lo Otro se revelaban demasiado esquivos a un hallazgo, o bien porque la falsificación de la fe y la hipocresía lo conducían a un choque “nocturno”, incluso sarcástico, con la religión (¿cómo no pensar en Fanny y Alexander, de 1982). Y sin embargo, él siempre regresaba a las cumbres borrascosas del espíritu o a las playas del pálido mar infinito del bien y del mal, de la fe y del escepticismo, del amor y del vicio, de la libertad y del destino, de la esperanza y de la desesperación, de la evidencia y del absurdo, de la luz y de la tiniebla, de Dios y de Satanás.
La suya era una teología a base de preguntas fulminantes, provocadas por sus raíces protestantes pietistas. Quizá no descubría jamás una respuesta que coronase su pregunta insomne; para nosotros, en cambio – y no lo digo sólo como teólogo, sino dando voz a todos los que buscan el sentido de la existencia con un corazón que late –, los fragmentos de luz eran emocionantes, como fecundos eran sus silencios y sus dudas. Quisiéramos a este propósito evocar una extraordinaria trilogía bergmaniana, enteramente dedicada al silencio de Dios y a la crisis de la fe, nos referimos a Los comulgantes (Luz de invierno), Como en un espejo y El silencio.
Nos referiremos sólo a la primera de las tres películas, precisamente porque se centra en un eclesiástico, uno de los muchos pastores luteranos que se asoman a los guiones del director de Uppsala. El film es la historia de una crisis interior que progresivamente va ramificando su mano mortal en el alma de un hombre de Iglesia que, luego de haber perdido a su mujer por cáncer, se siente cada vez más el pregonero de un producto religioso y no ya el testigo de una fe. Una sensación que se transparenta en las palabras de sus sermones, hasta el punto que lentamente se va extendiendo en torno a él el vacío de la comunidad, capaz de intuir que ya no es un anunciador, sino sólo un propagandista profesional.
Mas a su lado permanece uno de los “puros de corazón” del Evangelio, el sacristán, persona sencilla y luminosa. Es él quien plantea el drama de Cristo en el Getsemaní y en la cruz. Por un lado, la incomprensión y el abandono de los amigos, los discípulos que “abandonándolo, huyeron”, como nota el evangelista Mateo. Y, por otro, el momento más trágico, el del silencio del Padre que parece ignorar el grito angustiado del Hijo crucificado: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?”. Esta es, en síntesis, la sugerencia de aquél sacristán: “Piense en Getsemaní, señor pastor, piense en la crucifixión… Cristo fue presa, como Usted, de una gran duda; ese debió de ser el más cruel de todos los sufrimientos, quiero decir, el silencio de Dios”.
Se podría aún continuar la lección teológica de Bergman en torno a ese grumo oscuro que forma parte del creer mismo, tanto, que impregna incluso la aventura personal de nuestro padre en la fe, Abraham, mientas sube al monte Moria, acompañado por aquella terrible voz divina. Creer es una lucha áspera y cerrada. Bergman salió, como el patriarca hebreo Jacob, herido del fémur, cojo, pero no quiso confiarse a las promesas de aquella voz trascendente y divina. Él es, en nuestra perspectiva, hermano de otros directores que –por caminos distintos– han experimentado el mismo cambio, directores que podemos considerar, a su modo, “teólogos”.
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Pensemos en el cuarto personaje de nuestra original galería de directores “clásicos” por su arte y por sus preguntas sobre el tema de la fe. Es Andrej A. Tarkovskij (1932-1986) a quien el mismo Bergman consideraba “el más grande de todos” para representar el mundo interior con todos sus misterios, un maestro que perdimos demasiado pronto, habiéndonos dejado en herencia sólo nueve películas, de las cuales, ya los mismos títulos provocan una vibración interior no sólo en los críticos cinematográficos: citemos sólo Andrej Rublëv (1966), Solaris (1972), El espejo (1974), Stalker (1979), Sacrificio (1984). El itinerario que el espectador recorre en estas obras es similar a una peregrinación que nos lleva a las raíces y que logra desvelar una prodigiosa fuerza espiritual. Bastaría sólo referirnos a esa joya que es Andrej Rublëv, grandiosa parábola no sólo de la crisis de un artista (el máximo pintor de iconos, que vivió entre en siglo XIV y el XV), sino de la humanidad en cuanto tal.
En el protagonista, en efecto, se condensa la oscura madeja de la desesperación frente al mal cegador del mundo: recuérdese el acto brutal y emblemático con que el Gran Duque ciega a los artesanos, envidioso de que el hermano pudiera erigir un palacio más bello que el suyo, y el llanto de Rublëv, que mancha con las manos inmersas en una tinta rojiza la superficie blanca lista para las pinturas. Un cegamiento que, por lo demás, se presenta sólo a través de la mirada aterrada de un niño aprendiz que al final fija su mirada en la mano inerte de un cadáver inmerso en una ciénega, mientras junto a una cantimplora se le derrama el líquido blanco de la vida. Sin embargo, esa violencia satánica contiene en sí ya el germen de la redención. Quién no recuerda la transcripción del relato de la Pasión en la que Cristo, representado como mužik ruso, avanza sosteniendo la cruz, seguido por pías mujeres rusas, mientras los pies se hunden en la nieve.
Al final irrumpirá, marcada por el paso del blanco y negro al color, la liberación salvífica: Rublëv pintará aquel estupendo icono de la Trinidad, ahora custodiado en la Galería Tret’jakov de Moscú, reencontrando la fe y el arte, la esperanza y la vida, la confianza y la belleza. Como anota la eslavista Simonetta Salvestroni: “el protagonista finalmente comprendió que imperfecto y culpable no es sólo el mundo externo, sino el mismo ser humano. Por eso el camino para alcanzar la salvación no está tanto fuera, cuanto dentro de él. Para descubrirlo los hombres necesitan entrar en contacto con una dimensión de armonía y belleza”. Es la revelación de la blagodat mira, la belleza-gracia del mundo, una teofanía que porta en sí lo divino y lo humano y que brota del amor (no es casual que en el film se proclame el final del admirable himno paulino a la caridad de 1 Corintios 13).
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Cerramos, así, esta nuestra pequeña secuencia de directores que han testimoniado la fecundidad y creatividad del diálogo entre la fe y el cine, reservando un último espacio a un cameo mínimo, dedicado a uno de los mayores maestros del cine, Luis Buñuel (1900-1983), “ateo por la gracia de Dios” según su citadísima autodefinición. Él, en efecto, si bien desde un ángulo a menudo crítico y provocativo, se enfrentó con frecuencia al tema religioso, a partir de Nazarín (1958) y de Simón del desierto (1965), películas dominadas por religiosos, de perfil quijotesco, precisamente por la utopía y la radicalidad que los sostenían, pero que revelaban de este modo la inaceptabilidad de un compromiso entre la pureza evangélica y la mentalidad imperante. En esta línea, aunque por contraste, brilla Viridiana (1961), la ex novicia forzada a adecuarse a un mundo corrupto, apagando el anhelo profundo de verdad y de pureza que la estremece.
La educación católica recibida de los jesuitas florecerá de modo fantasmagórico en la célebre y fascinante Vía láctea (1969) que merecería un amplio análisis temático: en ella encontramos la nostalgia y el interés por la teología de un director que, sin embargo, excava sobre todo en sus contradicciones, afilando la espada del duelo teórico y existencial (inolvidable el duelo a golpe de florete entre el jesuita y el jansenista sobre la gracia y la predestinación). Emerge, con todo, el relieve apasionado que se da al fenómeno religioso, acerca del cual se podría aplicar a Buñuel la frase del filósofo David Hume: “Los errores de la filosofía son siempre ridículos, los errores de la religión siempre peligrosos”.
La constante y coherente denuncia de la moral burguesa – considerada como antimoral y manifestada sobre todo en la potente obra El discreto encanto de la burguesía (1972) con sus ritos cansados, repetitivos y desoladamente vacuos – refleja también un ansia casi puritana de ética, que, sin embargo, no se transforma en parenética. Por el contrario, puede ser emblemático el catastrófico final del film Ese oscuro objeto del deseo (1977), última obra de Buñuel, donde el extravagante “Grupo armado del Niño Jesús” prepara y lleva a cabo en el corazón de París un atentado con una potente explosión. Se concluirá, así, una visión áspera y casi apocalíptica del mundo contemporáneo, una visión ciertamente atormentada, también por los interrogantes religiosos que, sin embargo, quedan sólo como una espina en el costado de un gran artista, enemigo de la hipocresía.
El “hilo rojo” de la fe y de la espiritualidad ha penetrado, de alguna manera, otras muchas personalidades del cine, a veces aparentemente lejanas, como Fellini, Rossellini, Godard, Woody Allen, etc. Otras veces, “el hilo” se ha explicitado y ha sostenido obras de alta calidad estética, como testimonia constantemente toda la filmografía de Ermanno Olmi, a partir del aclamado El árbol de los zuecos (1977) hasta llegar al Il Villaggio di cartone (2011), o las del polaco Krzysztof Kieslowski con su inolvidable serie de diez films del Decálogo (1989) y de su paisano Krzysztof Zanussi. Muchos otros nombres podrían añadirse a una larga lista – de la Cavani a Zeffirelli, siguiendo con Comencini, Damiani, D’Alatri, Delannoy, Jewison, Greene, Hossein, Mazzacurati, etc. – hasta un total, calculado desde los orígenes del cine, de más de dos mil doscientas películas de corte religioso explícito. Se puede, pues, compartir de alguna manera el título de un Congreso italiano sobre fe y cine de hace algún tiempo: …E la Parola si fece film: la Palabra se hizo film.
La Iglesia en el cine
Hemos llegado, así, a la última sección de nuestra trilogía, la más directamente eclesial y pastoral. La Iglesia frente a este río incesante de imágenes sagradas, y también blasfemas, pacíficas y crueles, castas y obscenas ¿qué actitud ha adoptado? En la opinión común, esta actitud se resume en una suerte de oxímoron, ya algo desgastado: la Iglesia ha bendecido y condenado. En realidad, la relación entre Iglesia y cine ha sido más compleja y variada y se ha basado, sobre todo, en el impacto social que este nuevo arte producía. Así, se le podía considerar como un eficaz instrumento pedagógico y catequético. Y esto emerge en el primer documento papal que se interesaba, entre otras cosas, del cine, la encíclica Divini illius Magistri de Pío XI (31 de diciembre de 1929; el año anterior había tenido lugar en París el primer congreso católico del cine): “Los espectáculos cinematográficos [así como los libros y las emisiones radiofónicas] son poderosísimos medios de divulgación que, regidos por sanos principios, pueden ser de gran utilidad para la instrucción y educación”.
Sin embargo, se señalaba de inmediato el riesgo de la subordinación de tales instrumentos “al incentivo de las malas pasiones y de la avidez de ganancia”. En esta línea de reserva se moverá también la primera encíclica enteramente dedicada al séptimo arte, la Vigilanti cura del 29 de junio de 1936 también de Pío XI, a petición de los obispos americanos alarmados por la arrolladora inmoralidad de la producción hollywoodiense. Pero ya se comprendía la insuficiencia de la postura solamente negativa y, así, las diversas comunidades eclesiales trabajaban en la construcción de centros católicos cinematográficos, capaces de ofrecer indicaciones pastorales concretas, y en la apertura de muchas salas parroquiales y cineforums, e incluso, también, en algunos casos, a producir films. Se configuraba, pues, una doble prospectiva: por un lado, la crítica sobre los riesgos y, por otro, la convicción de la excepcional eficacia inherente a la potencia y a la fascinación de tal medio de comunicación.
Son significativos a este respecto, los dos discursos “sobre el film ideal” que Pío XII tuvo en 1955, donde se planteaba un análisis cultural y pastoral del cine, poniendo la atención en la misma técnica en continuo progreso (era el tiempo en el que se había pasado al sonido y a los primeros efectos especiales), capaz de conducir al espectador hacia horizontes no siempre explorados por él, haciéndole vivir esplendores y miserias, ideales y degeneraciones, esperanzas y delitos de la humanidad. Mas contemporáneamente no se perdía de vista nunca el registro crítico y es por esto por lo que Pío XII afrontaba también cuestiones complejas como la licitud de la representación del mal, la dimensión psicológica de la visión, la capacidad y la ambigüedad narrativa respecto a los valores éticos, familiares y sociales. Todo esto llegó en la encíclica Miranda prorsus, también de Pío XII (1957), dedicada más ampliamente al fenómeno de una comunicación que iba más allá de los confines tradicionales de la prensa.
También los Pontífices posteriores – Juan XXIII con la carta Nostra Patris de 1961 y con la institución de la Filmoteca Vaticana en 1959, y Pablo VI con sus mensajes para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, promovida a partir de 1967, – procederán a lo largo de la misma doble trayectoria de apoyo y de atención crítica. El Magisterio eclesial general dejará otra huella con el decreto conciliar Inter mirifica (1963) que, si bien introduciéndose en el panorama general de la comunicación social, reservará un espacio especial al cine. Sin embargo, la gestación, la novedad y las reservas con respecto a un tema tan móvil y variado quedan atestiguadas por una curiosidad estadística: este decreto fue definitivamente el documento conciliar más “controvertido” en la votación final obtuvo 503 votos en contra sobre poco más de 2000 votantes.
Por último, Juan Pablo II, un Papa de un fuerte impacto “visual” que no titubeó en ir en 1987 incluso a Hollywood, dejó una amplia cosecha de intervenciones temáticas, sobre todo con motivo de los mensajes para las distintas Jornadas Mundiales de las Comunicaciones sociales y en múltiples discursos dirigidos a los trabajadores en el ámbito cinematográfico. Es suya la alusión, refiriéndose al cine, como “vehículo de cultura y propuesta de valores”, tema desarrollado en el mensaje para la XXIX Jornada Mundial en 1995: “El cine – escribía el Santo Padre – permite superar las distancias y adquiere aquella dignidad, propia de la cultura, ese modo específico de ser y existir del hombre que crea, dentro de cada comunidad, un conjunto de vínculos entre las personas que determinan el carácter interhumano y social de la existencia humana”.
Este estrecho vínculo entre cine y cultura será evocado indirectamente también por Benedicto XVI en el encuentro con los artistas (entre ellos varios directores, actores y escenógrafos) teniendo como trasfondo el grandioso “Juicio” de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina el 21 de noviembre de 2009: se acentuaba la “hermandad” entre el arte y la fe, entre belleza y espiritualidad, como vías a la trascendencia aun cuando por rutas diferentes; un mensaje de consonancia, colocado sobre la estela de la Carta a los artistas de Juan Pablo II (1999).
Hoy día la conciencia de que el séptimo arte es un espejo de nuestro tiempo, con sus grandezas y sus abismos, pero también un camino para entrar en la modernidad y anunciar el Evangelio, está fuertemente enraizada en las comunidades eclesiales de cada continente. Ya Kafka, conversando con su amigo Janouch, estaba convencido de que el film podía convertirse en una nueva modalidad para hacer poesía, y nosotros podemos aplicar esta convicción a la relación entre cine y evangelización. Decía Kafka, quien obviamente ignoraba lo digital: “Las cuerdas de la lira de los poetas modernos serán interminables carretes de celuloide”. Interminables secuencias cinematográficas podrían ser voces e imágenes del anuncio evangélico.